Digamos que se llama Jimena. Jimena ya dejó a su hijo en el jardín, mientras conducía por la avenida aspiró el perfume de los aromos recién florecidos, miró despacio el amanecer. Está contenta, los días ya son más largos. Se siente más animada para continuar con ese capítulo de la tesis que la tiene intranquila. ¿Será hoy el día en que su directora del doctorado le conteste el último correo que le envió hace como dos semanas? Espera que sea pronto pero no cerca del fin de semana, sabe que en cuanto llegue la respuesta va a tener que sumergirse en esas lecturas. A veces se pregunta quién la mandó a hacer esta tarea. Y se responde que nadie, que ella elige, que el día en que no quiera más, se va a dedicar a la jardinería, como Wittgenstein. Imagina cómo sería tener un trabajo manual, con más orden, administrar por su propia cuenta cuándo comienza y cuándo termina una tarea, tan solo atender los ciclos de la naturaleza.
Ya en su lugar de trabajo, apoya la mochila en una silla. El pañuelo verde tensa una de las correas. Tiene que acordarse de pedir otro más para su hermana, hace un tiempo que le está reclamando. El mate con el termo están de su lado, prende la computadora y abre el correo. Desde la editorial de la universidad le dicen que antes de comenzar con la edición de su original tiene que adaptar las referencias bibliográficas, que a la introducción le faltan datos importantes, que tiene notas al pie extensísimas que debe recortar y que las imágenes –esas que tanto tiempo le demandaron y que terminó resolviendo el diseñador amigo de su amigo– no tienen la calidad suficiente y que, así como están, no son publicables. Suspira fuerte.
¿Cuánto tiempo de sus fines de semana le ha dedicado ya a este trabajo? ¿Sabrán del otro lado del correo que ella podría haber hecho otra cosa, que publicar un libro no era su primera opción? Que la convencieron de que iba a estar buenísimo, que iba a aprender muchas cosas en el proceso, que después es genial tener el libro en las manos… Piensa que tal vez tendría que haber pagado a una editorial privada y que le publicaran el texto así, tal cual ella lo podría haber enviado en un simple archivo de word. Siente que no tiene más horas disponibles, que si los tiempos se extienden no va a llegar a presentar la obra en el congreso de noviembre. (Nota en el postick: averiguar los precios de los pasajes en avión para tres y si con la tarjeta puede pagar con cuotas sin interés).
Repasa los remitentes, abre el resto de los correos. Todos le piden algo, siempre falta alguna cosa para las oficinas burocráticas, nunca alcanza. Y allí están también sus alumnos de la carrera esperando que ella les lea la tesina, que les dé alguna idea como para poder avanzar. Respira profundo con la cabeza hacia abajo y se descubre un salpicón de barro seco en la botamanga del pantalón –cuánto hace que estará ahí–. Todo no se puede, todo no se puede, se dice.
Recuerda algunas charlas con amigues y se sonríe. Todes se quejan de sus trabajos y glorifican el de ella: que puede administrar sus tiempos entre la investigación y las horas que le dedica a la cátedra, que qué lindo es viajar tanto. Pero lo que todes no terminan de entender es cuán difícil es cortar mentalmente con el trabajo, que nunca alcanza, que nunca es suficiente para las carreras de investigación y docencia, que justamente tiene que presentar el informe de investigación y todavía no tiene todos los datos. Además esperaba contar con el nuevo número de ISBN de la obra que presentó hace poco a la editorial pero con estos pedidos que le están haciendo se da cuenta de que no va a ser posible tenerlo para esta presentación. Y se pregunta otra vez por qué le destinó tanto tiempo a ese proyecto, por qué se propuso trabajar como compiladora. ¿Acaso va a tener una retribución tan significativa y que le devuelva todo el tiempo y esfuerzo que ya dedicó? Y lo que falta: ahora enviar todo este pedido nuevo de adecuaciones a la guía para autores de la editorial.
También sabe que después de que la editorial apruebe el proyecto y lo envíe a corrección, va a tener que seguir trabajando, apremiar a sus colegas para que le envíen los trabajos revisados. Que lo más probable es que tenga que convencer a alguno de que haga lo que tiene que hacer, que no se la van a dejar tan fácil. Sus colegas, esos que, compiladores o no, van a tener sus nombres impresos en el libro, como ella.
Por qué, por qué, por qué, se pregunta. Escucha el teléfono, le avisan que le llegaron 4500 pesos en la boleta del gas. Por qué y para qué. Se acuerda del jardín de Wittgenstein. Mira hacia afuera, piensa que los árboles necesitan una poda, ve las florcitas del ciruelo, las toca con la mirada. Respira hondo y sigue moviendo sus manos sobre el teclado.