Se imagina tres escenas. En la primera, alguien mueve sus dedos sobre un teléfono móvil para agrandar las letras y leer más fácil, mientras la luz del invierno entra por la ventana. En la segunda, una mujer sentada acaricia con los dedos de los pies a un gato mientras una voz masculina pide: «léeme más fuerte que no te escucho con el ruido del lavarropas». En la tercera, unas manos abren la página justo allí adonde la semana pasada el profesor había dejado el tema. Tres escenas, ¿tres posibles lectores?
Es que un nuevo manuscrito llegó a la editorial y, mientras lo revisa, sus pensamientos hacen pop pop pop como las ventanas emergentes de la pc. ¿Quién va a leer este material cuando finalmente se distribuya el libro? ¿Qué personas, en qué circunstancias? Y, ¿con qué recursos lo vamos a editar?, ¿en qué plazos?, ¿cómo coordinaremos el trabajo con los autores?
Lee otra vez los formularios que llegaron junto a la obra. Conoce a la mayoría de los autores, o bien porque ya han publicado en la editorial o porque son profesores de la universidad. Se sorprende ante los nombres nuevos, levanta la barbilla, mira hacia ningún lugar y asocia información: tal carrera, aquel proyecto de investigación, la ciudad de la que proviene el texto. Reconstruye en algunos casos e imagina en otros cómo hablan las personas que participan del futuro libro, cómo se visten, qué palabras eligen para escribir sus correos.
Toma otra vez en sus manos el montón de hojas apiladas para pesarlas, medirlas, olerlas, y lanza frases al aire: “esta compilación no tiene un marco teórico-metodológico unificado”, “bien, las notas al pie son breves”, “los capítulos no están balanceados”. Y comienza a adelantar situaciones: “estaría bien que a este lo corrija Marina, que tiene claro cómo trabajar sin tocar las fórmulas”.
Pasa los ojos sobre el título y desde afuera puede verse un desprendimiento de ideas tan alternativas como efímeras. Piensa que con el equipo van a tener que hacer lluvias, tormentas de ideas, huracanes, para mover ese título que juega tan mal con los otros de la colección. Mueve rápido la cabeza para despejarse: necesita leer, entrar en la obra. Prepara una lapicera, un lápiz, el anotador y unos ojos que ya comienzan a buscar el quid.
Va a encontrar la esencia de la obra, o al menos esa es su esperanza. Es que en este momento siente que todo es posible, que la gracia ha sido concedida, el mejor libro puede salir con este material (imagina que sin ese aliento inicial poco sería posible). De todas formas, sabe que saldrá lo mejor que se pueda. Esa es una condición.
El objetivo específico de este momento es claro: si de esa primera lectura logra traer alguna idea, un concepto a la superficie que ayude a marcar un horizonte para esa obra, los rostros de aquellos lectores se van a poder empezar a definir a su alrededor. Y así podrá dejar de imaginar tanto.