Una de las posibles claves de lectura de esta obra consiste en comprender que lo humano se expresa a partir de las decisiones que se toman en la vida. En Todo lo que debemos decidir, los personajes se construyen a partir del ejercicio de esa acción y definen, así, su ser en el mundo.
La cuestión se tematiza claramente en «Ese aire de la tarde». El protagonista intenta captar un sentido acerca de su vida y para ello «desovilla» sus recuerdos y se pregunta el porqué de sus decisiones en tanto «cada decisión obliga a un abandono, y cualquier abandono duele». Se ubica, así, como un sujeto que se pregunta por el sentido que ha trazado su vida desde que ha abandonado su terruño natal, al que hoy regresa solo para no encontrarse más con los ojos de su madre «que, justo hoy, se han cerrado». La decisión define el sentido de la vida haciendo responsable al ser humano de su propio destino, y el cuento ficcionaliza la experiencia humana frente a la muerte, el último límite que nos separa de lo inanimado (lo que no tiene alma).
De manera que lo humano se muestra en estas narraciones como expresión de las decisiones que los personajes toman frente a experiencias como la pérdida, el dolor, la incomprensión, el odio, el amor, la injusticia, la ilusión, el miedo, la alegría, la vida y la muerte; decisiones que se ven condicionadas por los límites que imponen las contingencias propias de seres situados en un espacio determinado (la Patagonia) y sometidos a sistemas (económico, político, moral, cultural, etcétera) que corresponden y que los sujetan a distintas realidades o a universos particulares.
Siguiendo esta clave de lectura, es posible analizar este libro a la luz de la filosofía y estética existencialista definida por Jean Paul Sartre y Albert Camus a partir de 1940, que postula que lo humano no está dado a priori en tanto «la existencia precede a la esencia».[1] Esto quiere decir que la esencia de cada ser humano es el fruto de los actos (de las decisiones) de su existencia y que estos actos, asimismo, definen lo humano en su totalidad.[2]
Al respecto, los personajes de estos cuentos, a partir de sus decisiones, crean un sentido sobre su existencia que sirve como un medio de definición de lo humano, lo cual se vincula con el compromiso político sartreano. Por su parte, Camus concibe la literatura más allá del compromiso político contingente entendiendo que debía apuntar al «cuestionamiento del humano en su ser y su pensar»;[3] es decir que debe convertirse en exploradora de los modos de ser humano. Por eso, lo literario es también una forma de acción y de conocimiento que intenta constituirse en una antropología poética o en una poética antropológica. La estética existencialista realiza este objetivo proponiendo ficciones con personajes que simulan existir y exploran (y permiten al lector explorar) la complejidad de lo humano en situaciones en que deben hacer frente a los condicionamientos propios de la vida.
En este sentido, la mayoría de estos cuentos tiene como tema las experiencias de mujeres, hombres y niños en el territorio patagónico y, por ello, puede entenderse que constituyen una exploración del vínculo entre ser humano y mundo, que dicen acerca de los modos de ser y estar en Patagonia. Al respecto, el territorio aparece representado en varios textos asociado a la dureza del clima; como en «La nevada», que narra cómo un paisano debe escapar de una mortal nevada que mata a todos los animales de su campo, excepto a una oveja. Ante esta situación, el personaje debe decidir qué hacer y elige arriesgarse a buscar socorro, acompañado de su perro y la oveja. Sin embargo, el resultado final es la muerte, no sin antes haber transitado un túnel donde aparecen personajes fantásticos (un hombre que lo invita a comer mientras su mujer cocina y cuida a un niño; entre otros seres de dudosa existencia material) que se asocian con las decisiones que el personaje había tomado y le provocan angustia: «una añoranza de cosas no habidas le cerró la garganta y deseó haber tenido un hijo».
Esta soledad también aparece en «El vuelo», en donde se muestra a un hombre atrapado por su propia debilidad de carácter, pues su vicio con el alcohol le hizo perder el trabajo y lo sentencia a la condena social y a los límites de la supervivencia, sin poder alimentar a su familia. Frente a esta situación, el hombre decide salir de cacería de pumas por la meseta patagónica, a dos o tres días de caminata desde el pueblo. Y hacia allí se dirige con un rifle viejo, un puñado de balas, sin experiencia, muy poca ropa de abrigo y casi nada de comida y agua. En esas condiciones se enfrenta a las duras pruebas que imponen el clima y la topografía –con escasas fuentes de agua dulce y cañadones que forman valles estrechos de difícil acceso–, sumado al peligro concreto que representaba el puma mismo. Estas circunstancias lo conducen por el camino de la pesadilla, la fiebre, el delirio y la muerte, alimentados por el miedo primitivo o preternatural que representa la memoria genética de la especie en las épocas en que éramos presas fáciles de carnívoros como el puma.[4] De esta manera, el cuento muestra que la conciencia del personaje se encuentra alienada por la ilusión, que le hace creer posible que podría cazar al puma en esas condiciones paupérrimas y que sostiene aún en su delirio final, cayendo por el cañadón.
Otro tipo de soledad y de muerte se narran en «Una noche estrellada», en donde el aislamiento lleva a la muerte de un paisano tras caerse del caballo y quedar incapacitado para moverse. En esas condiciones, el personaje encuentra un espacio de libertad en el pensamiento y la memoria, que lo lleva a los recuerdos felices de su infancia cuando se bañaba en el río, y ello sirve como un modo de fundirse con la naturaleza (el agua y la noche) para alcanzar la muerte, el último límite de lo humano. En este sentido, el cuento dialoga intertextualmente con El extranjero, célebre novela de 1942 de Camus que narra las posibilidades de libertad que le brinda el pensamiento a un hombre condenado a prisión.
Cabe recordar aquí que para el existencialismo la libertad es una condición propia del ser humano. «El hombre está condenado a la libertad», dice Sartre, y esto significa que está obligado a decidir aun cuando las condiciones externas parecieran impedir ese libre ejercicio. Ello constituye una condena pues «el hombre sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hombre»[5] y obligado a actuar aún sin esperanzas. En este sentido, hay varios cuentos del volumen que exploran existencias simuladas sometidas a condiciones sociales abusivas; sumidas y atrapadas en la pobreza, la manipulación y el abuso de poder.
Así, en «Tres cosas» un niño desamparado en situación de calle debe sufrir tempranamente la violencia social que se traduce en desconfianza, miedo y falta de solidaridad por parte de la mayoría de las personas. Por ello siente que debe aguantar «como un hombre. Aunque tenía seis» la pelea a puñetazos con el Moncho, otro niño un poco mayor que él con quien comparte la comida obtenida y la tibieza de sus cuerpos que les aseguran la supervivencia en el duro clima patagónico, pues duermen «en la puerta de la iglesia del lado que no pega el viento». Pero más que los golpes, al niño le duele especialmente «que lo dejaran solo, y que le dijeran que no lo querían ver nunca más» pues lo abandonan al desamparo más absoluto.
Justamente en esa situación el pequeño se enamora de una hermosa mujer que se solidariza con él invitándolo con chocolates y medialunas en una chocolatería y, con ello, le da acceso a un espacio vedado por su condición social. Sin embargo, la mujer finalmente lo deja abandonado a su suerte y «en la más absoluta desolación». Y esto recuerda a las andanzas de adolescentes pobres que narró Roberto Arlt en El juguete rabioso, novela corta de 1926, ya que también los personajes viven enamoramientos súbitos y efímeros con mujeres hermosas pero inaccesibles para ellos, lo que los sumerge en ilusiones de las que despiertan solo para enfrentarse de nuevo y definitivamente con la violencia cotidiana de sus vidas.
Finalmente, interesa enfatizar que su enamoramiento surge como respuesta frente a la compasión que la mujer le brinda; que es una de las tres cosas que recuerda de ese día pero que, como el personaje declara, no volvería a sentir «nunca más».
Por su parte, tanto en «La pasta de mamá» como en «El último viernes» nos encontramos con mujeres que deben enfrentar la violencia social y simbólica y el abuso de poder que las llevan a la transgresión de las leyes sociales mediante el delito y el atentado suicida, obligadas por la desesperación frente al imperio de poderes que las avasallan. Así, en el primer cuento una mujer se dirige a comprar fideos a un supermercado para darle de comer a sus hijos y el conflicto deviene por la distancia entre sus deseos y sus recuerdos con su realidad presente. Asocia los fideos de cinta ancha a la felicidad pasada con su expareja, pero no los fideos baratos marca Kiwi que son los únicos que puede comprar, de mala calidad, sino un pasado donde comidas exquisitas y abundantes le permitían pensar en un futuro distinto al presente que está viviendo. Nada de eso existe ya y eso le provoca angustia frente a su destino.
Esta situación hace crisis en ella cuando enfrenta su realidad con el eslogan publicitario del cual la autora extrae el título –«Tallarines Luccetti, la pasta de mamá»– que construye y le impone un «deber ser» de madre –aquella que alimenta bien a sus hijos– que la golpea con su violencia simbólica al condenarla moralmente por su condición de pobreza. El resultado es la transgresión mediante el robo de la mayor cantidad de fideos de calidad que puede llevar encima. Cabe destacar que la protagonista le da todos los paquetes, menos uno, a una mujer aún más pobre que buscaba comida para sí y sus hijos en la basura y de quien había desconfiado inicialmente. De esta manera, se opera un paso al acto en ella que implica desligarse de los absurdos patrones morales de la sociedad burguesa para abrazar la solidaridad con la otra mujer, a la que logra reconocer como una igual y que la conduce a decidir responsabilizarse por ella.
La responsabilidad es uno los principios que rige la doctrina existencialista en tanto el ser humano debe comprometerse con los otros, aun asumiendo la transgresión criminal como método, tal como plantea Sartre al aceptar la violencia revolucionaria.[6] En este sentido, el cuento «El último viernes» narra la historia de una maestra rural que se rebela contra la decisión del gobierno provincial de cerrar la escuela por falta de matrícula. En un principio, la maestra apela a las vías administrativas establecidas por la sociedad para evitar la clausura de la escuela, por lo que se describe su atribulado periplo por funcionarios que siempre le decían que se ocuparían del problema pero que desaparecían sin noticias y que la lleva, incluso, a la misma sede del Ministerio de Educación.
Sin embargo, nada de ello sirve y la decisión final del Ministerio la hace tomar, a su vez, la decisión de rebelarse frente a la injusticia, pues en ello se cifraba su identidad como mujer independiente en tanto le permitía mantenerse sin cumplir con el mandato social de casarse y tener hijos. Su fuerza de voluntad la lleva a no dejarse avasallar por el poder y prefiere morir destruyendo al mismo tiempo la escuela con una explosión de gas, como un límite extremo frente al ejercicio deshumanizante del poder, como un salto al vacío realizado por elección propia antes que ser empujada por la burocracia gubernamental.
Finalmente, interesa enfatizar en tres cuentos que exploran el mundo de los niños desde perspectivas particulares que contrastan con las del mundo de los adultos. En «Crisol de razas» una niña mapuche que vive en el campo y asiste a la escuela rural construye un sistema de valores falso a partir de la intervención pedagógica del Estado, que establece y difunde una imagen de ser nacional que excluye su identidad. Ello le provoca sufrimiento frente al contraste con sus padres, a los que ve distintos y peores que los modelos patrióticos –aristocráticos y burgueses– y le impide ver el trabajo duro y heroico que sus padres realizan diariamente para que ella esté sana, bien alimentada y abrigada, a pesar de la pobreza.
Por su parte, en «Monstruos de agua» un niño acompaña la agonía de su madre mientras sufre por la situación, de la que es consciente a pesar de su edad, pues se ve obligado a desnaturalizarse, tratando de «no molestar» y dejando de jugar para acompañar todo el tiempo posible a su madre en un intento ilusorio por conservar su vida. Cuando la muerte se produce, el niño, que es el único que la acompañaba, sufre tanto espanto que huye por el bosque, de donde es rescatado por un hada que lo devuelve a su casa para que su abuela pudiera verlo como él realmente era: un niño pequeño, solo, triste y asustado, y con ello recupera su condición humana esencial.
Finalmente, en «El silencioso mundo de José Albino Quesada» se describe la vida de un niño desde su nacimiento, con la particularidad de que su desarrollo y percepción del mundo es distinta a la del resto pues logra conocer detalles y elaborar categorías desde perspectivas inéditas y distintas, pero no habla ni logra interactuar efectivamente con su familia pues está sumergido en abstracciones y modalidades de relación con lo real que lo distinguen del modo definido por los estándares de normalidad.[7]
En definitiva, este libro opera como una máquina de fabulaciones que exploran experiencias humanas cuyas distintas trayectorias vitales se definen a partir de las decisiones de los personajes y construyen el sentido de esas vidas simuladas. Al respecto, las experiencias frente al límite (la violencia, la locura, la desesperación, el miedo, la muerte, etcétera) obligan a los personajes a ejercer su libertad, aunque esta sea guiada por la ilusión, la desesperación, la rebeldía o la responsabilidad para sí y para los otros. En este sentido, este volumen invita a habitar la vida de los otros por vía de la ficción para extraer de allí rasgos de lo humano propios de seres que existen en la Patagonia. Con ello la autora adscribe a la estética existencialista en tanto (como señala Saúl Yurkievich) lo literario pueda servir «para fundar (como el mismo Jean-Paul Sartre lo predica) un nuevo humanismo que procure el pleno ejercicio de todas las facultades y posibilidades humanas», aunque ello vaya en contradicción con los mandatos morales y jurídicos o con los modos «normales» de ser y estar en el mundo.[8]
[1]Sartre, J. P. (1982). El existencialismo es un humanismo. Madrid: Edhasa.
[2]Al respecto, María Paula Lizarazo Cañón explica que «solo eligiendo es que un hombre se da un ser, es decir que cuando un hombre elige, está eligiéndose a sí mismo y volviéndose un ser para sí, pues el hombre es libre y no tiene otra opción que hacer elecciones: el hombre es siendo libre» («Albert Camus y Jean Paul Sartre: la confrontación existencialista del siglo», en diario El espectador del 25/11/2016, disponible en http://blogs.elespectador.com/cultura/el-magazin/albert-camus-jean-paul-sartre-la-confrontacion-existencialista-del-siglo)
[3]Lizarazo (op. cit.).
[4]Para el hombre primitivo, todo lo real era preternatural, lo cual significa que todo fenómeno estaba afuera o más allá de lo natural; como explica H. P. Lovecraft (1998): «lo desconocido, al igual que lo impredecible, se convirtió para nuestros primitivos antecesores en una fuente ominosa y omnipotente de castigos y de favores que se dispensaban a la humanidad por motivos tan inescrutables como absolutamente extraterrenales, y pertenecientes a una esfera de cuya existencia nada se sabía y en la que los humanos no tenían parte alguna» (El horror sobrenatural en la literatura. Buenos Aires: Editorial Leviatán).
[5]Sartre (op. cit.).
[6]Y en ello se diferencia de Camus, quien publica en 1951 El hombre rebelde, que denuncia los crímenes del stalinismo, lo cual lo enemista con la izquierda en general y con Sartre en particular. Al respecto, María Paula Lizarazo Cañón (op. cit.) explica que Camus llega a «rechazar la revolución relacionándola con la violencia, pues, por ejemplo, considera que el régimen de Stalin, comparado con el régimen Nazi, también se apoya en una idea de absolutismos que engendra terror y violencia entre las personas».
[7]La mirada de este niño recuerda a las perspectivas de «Funes, el memorioso», cuento de Jorge Luis Borges de 1944 en el que el personaje era capaz de proponer una mirada inédita sobre la realidad a partir de una percepción extraordinaria que le hace distinguir detalles o modos de comprender lo real inaccesible al resto de los personajes.
[8]Yurkievich, S. (2011). «Un encuentro del hombre con su reino». En J. Cortázar (2011), Obra crítica I. Buenos Aires: Suma de Letras Argentina.