En la pequeña biblioteca de la escuela me encontré con la colección Robin Hood y con la obra completa de Horacio Quiroga, que activaron en mí un mundo de imágenes y voces que me acompañaría en mis paseos por la llanura, mis incursiones de pesca y a lo largo de los muchos días grises que, según recuerdo, duró la gran inundación de 1985. Pasé la adolescencia en General Belgrano, provincia de Buenos Aires. No conocía a nadie, no tenía el hábito de mirar televisión, ni existía internet, pero había una biblioteca municipal que me pareció enorme. Cada dos o tres días devolvía un libro y sacaba otro. Así, tardé mucho tiempo en socializar con mis congéneres del pueblo, pero pronto amplié mi universo literario hasta el punto de necesitar escribir. Como todo recién llegado a un espacio que admira, lo sacralicé. Todo lo que yo escribía me parecía horrible, pero aún así había algo liberador en el acto de escribir, algo que iba más allá de la búsqueda de sinónimos o de frases más prolijas: la necesidad de registrar de manera metafórica lo que iba entendiendo del mundo, no para llegar a conclusiones absolutas, sino más bien para encontrar nuevas preguntas. De esta manera, resultó que del mundo entendí cada vez menos, pero la escritura pasó a ser parte de mi forma de vida. En 2016, tomé la decisión de participar en un certamen de narrativa y escribí Pueblo perdido, obra con la que obtuve el premio de ser publicado. Esto representó un hito para mí, la validación que necesitaba para entender que mi escritura podía ser considerada literatura. A partir de ahí, y empujado en gran parte por la necesidad de expresarme al ver cómo lo peor del sentido común dominaba la escena política, comencé a animarme con la poesía y así fue que se publicaron (también gracias a concursos literarios) Redes sociales y Los oficios. Este libro, que ahora está en tus manos, fue escrito no para ganar premios, sino para generar empatía porque ¿qué otro motivo podría impulsarte a escribir?